Tuve un paciente adolescente que, ante cualquiera de mis preguntas, interrogaba a su madre, que lo acompañaba en la primera entrevista, con un «¿Me gusta?». Y la madre, curiosamente, le contestaba, confirmando o negando un saber que solo podía estar, en sentido estricto, en el interior del adolescente o, en algún caso, en las sensaciones transmitidas por sus papilas gustativas, en un curioso ejemplo performativo de la importancia que para el débil yo en formación tiene la opinión del otro más significativo.