Amaya Bozal

Después de sentarme una hora tras otra en ese estudio gris, desordenado y polvoriento, comenzaba a sentir que, de hecho, todo el futuro dependía de la posibilidad de reproducir con pinceles y pigmentos la sensación visual exacta causada por un aspecto particular de la realidad

«Lo curioso es que», recalcó tras un rato, «simplemente parece que no puedo reproducir lo que veo. Para ser capaz de hacerlo, tendría que morir.»

La situación no le divertía en absoluto. Cuando hablaba de la muerte, parecía que realmente creía lo que estaba diciendo. A pesar de todo, continuaba trabajando. Esta era la dualidad esencial e insoportable de su vida. «Bien», murmuró de pronto, «ahora la nariz está en su sitio. Eso es un progreso.»

Pintaba la cabeza una y otra vez. Ante sus ojos, la imagen debía aparecer y desaparecer del mismo modo que si la viera a través del objetivo de una cámara, enfocando y desenfocando una y otra vez.

Esta expresión de duda constante en sí mismo no revelaba afectación ni necesidad de reafirmación por su parte, sino que era una expresión espontánea de sus sentimientos más profundos, así como de cierta incertidumbre ante la más mínima calidad de sus logros. Para poder continuar, esperar, confiar en que realmente existiera alguna oportunidad para crear aquello que visualizaba de una forma ideal, estaba obligado a sentir que era necesario volver a empezar su carrera desde cero todos los días, como de hecho sucedía.

Después de todo, el instinto creativo actúa a expensas del inconsciente, y también decide en gran medida la naturaleza exacta de las relaciones humanas.

sta contradicción fundamental, que surgía de la discrepancia desesperada entre concepción y realización, subyace en el principio de toda creación artística y ayuda a explicar la angustia, componente inevitable de esta experiencia. Incluso un artista tan «feliz» como Renoir, no fue inmune a ella. Pero rara vez se ha expresado de una forma tan lúcida y con tan despiadada singularidad como en la vida y obra de Giacometti. Esto es lo que ha hecho que algunos críticos le describan como un artista «existencial».

Acordamos que, tan pronto estuviera de vuelta, posaría para él. Tan solo pensaba hacer un boceto rápido sobre lienzo, que le llevaría una hora o dos, como mucho una tarde.

Me senté en una silla de mimbre y esperé. Alberto parecía estar en uno de sus momentos más sombríos. Exclamó varias veces que nada de lo que hacía era bueno, que no sabía hacer nada y que no había ninguna esperanza de que aquello fuera a cambiar. Pasaron diez, quince, veinte minutos. Me miraba de vez en cuando.

Finalmente, eligió un lienzo y lo colocó sobre el caballete. Al lado de su taburete colocó otro que sostenía un montón de pinceles viejos y un pequeño plato. De una botella de cuarto de litro vertió gran cantidad de trementina en el pequeño plato, tanta que rebosó y parte se derramó en el suelo. Alberto cogió su paleta, un montón de pinceles y se sentó.

finalmente puso el caballete en su sitio y frente a él colocó un pequeño taburete, ajustando cuidadosamente las patas delanteras a unas marcas rojas pintadas en el suelo de hormigón del estudio. Había unas marcas similares para las patas delanteras de la silla del modelo y pidió que me pusiera en mi sitio con igual precisión