Siento que no hay forma de abstraerme de ella, de esa personalidad hiriente y desmedida que lo cubre todo y lo paraliza en su centro para ni siquiera comérselo, ni cuidarlo, ni expulsarlo con fuerza para que el efecto rebote pueda devolverle a alguien las ganas de beber –o de dejar de pensar– con otra persona, de sentir algo bueno con otra persona. No hay forma de abandonarla, y esto es, probablemente, lo peor que podría ocurrirle a alguien –a mí, en este caso– que tiene una historia de profundas heridas de abandono en su infancia.