Cuando cierro una novela que me ha mantenido en vilo durante días o semanas, o cuando llego al final de una serie que he disfrutado particularmente, después de haberme debatido entre la tentación de devorar las páginas y encadenar los episodios o administrármelos para que el placer dure más, tengo una sensación en cierto modo parecida a la que proporciona una ruptura amorosa: la nostalgia, la impresión de abandonar un universo encantado, de verme privada de un privilegio y ser devuelta a una vida cotidiana triste y sin interés, la sensación de que se acaba un estado de gracia, que mientras duraba interponía una capa protectora entre yo y todo lo duro y amargo que nos reservan el mundo y la vida.