No cualquiera logra el desenfado desdeñoso de un Montaigne, para decir: “Que la muerte me atrape cultivando las coles de mi jardín imperfecto”. Somos demasiado terrenales, y si aceptamos el agotamiento, no acordamos que se frustre la labor. A la sola enunciación de un prematuro punto final, reitérase el balido de un cordero inmolado en un prólogo sumarísimo.