Maryse Condé

De inmediato, la llama de la amistad prendió entre las dos muchachas y las iluminó con su hermoso reflejo de acero azulado.

hablaba por hablar. Soñaba. Eso era. Soñaba despierta.

«No manches tu corazón. ¡No te vuelvas como ellos!». ¿Acaso vale la pena pagar tan alto precio por la libertad?

Será preciso que la sangre inunde nuestra memoria. Que nuestros recuerdos floten en su superficie como nenúfares teñidos de rojo.

No es un nombre asante. Yao se lo inventó para dejar así bien claro que yo era hija de su voluntad y también de su imaginación. Hija de su amor.

Era un padre, un salvador, ¡un refugio!

Se decía. Se contaba. Se inventaba. Y el aire se llenó de un gran murmullo de palabras tenaces y suaves como las olas del mar.

La desdicha, como la felicidad, es una costumbre que adquirimos al nacer y de la que nunca podemos deshacernos

¿Existe en la Tierra algún lugar amable con las mujeres solas?

¿Qué hacer con el pasado? Es un cadáver del que cuesta deshacerse. ¿Debemos embalsamarlo, conservarlo idealizado y permitir que dirija nuestro destino? ¿Debemos enterrarlo sin honores, deprisa y corriendo, para así olvidarlo por completo? ¿Debemos metamorfosearlo?