La hilera de Dioses, al mirar hacia atrás, iba en aumento. Eran cientos, luego miles, se derrumbaban boca abajo, unas veces hacia la derecha y otras hacia la izquierda, como si fueran los dientes de una gigantesca cremallera de fuego. Y al abrir la cremallera en mi vuelo, he desvelado el pecho del Dios verdadero, un raccourci más grandioso que cualquier otra cosa de este mundo. Al darme la vuelta, carbonizado por su luz, me he elevado tan alto por encima de él, que me ha sido concedido poder verlo en su integridad. ¡Qué hermoso era! Su torso peludo, como de toro, tenía senos de mujer. Su rostro era joven, coronado por la llamarada de una melena peinada en miles de trenzas; las caderas, anchas, cobijaban su poderoso miembro viril. Todo él, de la cabeza a los pies, era solo luz. Tenía los ojos entreabiertos, sonreía de forma extática y triste, y justo a la altura del corazón, bajo el seno izquierdo, asomaba una herida terrible. Entre los dedos de la mano derecha sujetaba, con un gesto indeciblemente gracioso, una rosa roja. Flotaba así, tumbado, en un espacio que se esforzaba por abarcarlo, pero que parecía absorbido, abarcado por él…