Mircea Cartarescu

El Ruletista

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    La ruleta fue su gran oportunidad y es sorprendente que ese hombre, dotado de un pensamiento tan rudimentario, tuviera sin embargo la astucia de sacar provecho del único punto por donde podía atravesar, como un escorpión, la coraza del destino, y transformar la sempiterna burla en un triunfo eterno. ¿De qué manera? Ahora me parece simple, primitivo pero, al mismo tiempo, genialmente simple: el Ruletista apostaba contra sí mismo. Cuando se llevaba la pistola a la sien, él se desdoblaba. Su voluntad se volvía en su contra y lo condenaba a muerte. Estaba firmemente convencido, cada una de las veces, de que iba a morir. De ahí, creo, esa expresión de pánico infinito que afloraba en su rostro. Pero puesto que su mala suerte era absoluta, lo único que podía hacer era fracasar siempre en todos y cada uno de sus intentos de suicidarse. Quizá esta explicación sea una tontería pero, como decía, me resulta imposible considerar otra que se pueda sostener. Por lo demás, ahora ninguna de ellas tiene ya importancia…
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    No tengo ninguna duda, el Ruletista es un personaje. Pero entonces yo también soy un personaje y aquí no puedo evitar mostrarme exultante de alegría. Porque los personajes no mueren jamás, viven siempre que su mundo es «leído». Aunque jamás consiga besar a su amada, el pastor pintado en una urna griega sabe al menos que la va a contemplar eternamente. Esta es mi apuesta y mi esperanza.
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    A pesar del hecho de que era imposible que él existiera, lo cierto es que ha existido. Pero hay un lugar en el mundo donde lo imposible es posible, se trata de la ficción, es decir, la literatura. Allí las leyes del cálculo de probabilidades pueden ser infringidas, allí puede aparecer un hombre más poderoso que el azar.
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    ¿qué puede hacer un hombre que ha dedicado toda su vida a escribir literatura? ¿Cómo puedes abandonar los arcanos del estilo? ¿Cómo, con qué instrumentos puedes exponer en una página un testimonio puro, libre de la cárcel de las convenciones artísticas? Tengo que asumirlo y tener el valor de reconocerlo: de ninguna manera. Lo he sabido desde el principio, pero, con la astucia de un animal acosado, he ocultado mi juego, mi postura, mi apuesta, a tus miradas. Porque, finalmente, he apostado únicamente por la literatura. He seguido, en mi razonamiento masoquista, pascaliano, precisamente aquello que parecía estar en mi contra.
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    La hilera de Dioses, al mirar hacia atrás, iba en aumento. Eran cientos, luego miles, se derrumbaban boca abajo, unas veces hacia la derecha y otras hacia la izquierda, como si fueran los dientes de una gigantesca cremallera de fuego. Y al abrir la cremallera en mi vuelo, he desvelado el pecho del Dios verdadero, un raccourci más grandioso que cualquier otra cosa de este mundo. Al darme la vuelta, carbonizado por su luz, me he elevado tan alto por encima de él, que me ha sido concedido poder verlo en su integridad. ¡Qué hermoso era! Su torso peludo, como de toro, tenía senos de mujer. Su rostro era joven, coronado por la llamarada de una melena peinada en miles de trenzas; las caderas, anchas, cobijaban su poderoso miembro viril. Todo él, de la cabeza a los pies, era solo luz. Tenía los ojos entreabiertos, sonreía de forma extática y triste, y justo a la altura del corazón, bajo el seno izquierdo, asomaba una herida terrible. Entre los dedos de la mano derecha sujetaba, con un gesto indeciblemente gracioso, una rosa roja. Flotaba así, tumbado, en un espacio que se esforzaba por abarcarlo, pero que parecía absorbido, abarcado por él…
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    ¿Qué habrá, qué existirá después de la muerte? ¡Me gustaría creer, cuánto me gustaría hacerlo! Creer que allí se abrirá una vida nueva, que nuestra situación actual es larvaria, un compás de espera. Que el yo, puesto que existe, debe encontrar una forma de asegurar su permanencia. Que me convertiré en otra cosa infinitamente más compleja. De lo contrario es absurdo, y no encuentro espacio para lo absurdo en el proyecto del mundo. Miles de millones de galaxias, campos imperceptibles, en fin, este universo que rodea mi cabeza como un aura no podría existir si yo no tuviera que conocerlo en su totalidad, poseerlo, ser él.
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    noche fue el entierro de la ruleta, que se borró de la mente de todos tal y como olvidamos, habitualmente, cualquier cosa que hayamos realizado a la perfección. Las generaciones más jóvenes, las de después de la guerra, no han conocido ya semejantes Misterios. Yo me limito a dejar testimonio —pero para ti, nadie; para ti, nada.
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    Aquella ruleta con tres cartuchos lubricados en el interior del tambor se confunde en mi cabeza con las que siguieron después. Era como si la soberbia diabólica del Ruletista lo arrastrara cada vez con más fuerza a provocar a los dioses del azar. Pronto anunció una ruleta con cuatro cartuchos clavados en los alvéolos del tambor y, más adelante, con cinco. ¡Un solo orificio vacío, una única posibilidad, entre seis, de sobrevivir! El juego ya no era un simple juego e incluso el más superficial de los asistentes que ocupaban ahora los sofás de terciopelo podía sentir, no con la cabeza, ni con el corazón, sino en los huesos, en las articulaciones y los nervios, la grandeza teológica que había adquirido la ruleta.
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    Por mi parte, siempre me ha estremecido el deseo femenino de acercarse a la muerte, su fascinación por los hombres que huelen a pólvora de forma casi metafísica. El increíble éxito que tenía entre las mujeres aquel chimpancé estúpido y apergaminado que de vez en cuando ponía en peligro su propia vida, debía de tener su origen ahí. Creo que aquellas mujeres nunca habrían amado con más pasión que después de haber asistido a su muerte: habrían llegado a casa con sus amantes y se habrían arrancado los vestidos ensangrentados, manchados de pegotes de una sustancia cenicienta y de líquido ocular.
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    Creo que ese aspecto presentaba también la estancia en la que el Ruletista se decidió a cargar el revólver con tres cartuchos. Ahora tenía exactamente tantas posibilidades de sobrevivir como de jugar por última vez a ese juego demente. Porque el nuevo ambiente, el lujo ostentoso que envolvía como una crisálida el insecto terrorífico de la ruleta, no hacía más que incrementar la excitación de los espectadores ante el olor de la muerte. Todo era, por lo demás, absolutamente real.
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