partir de ahí solo tuvo que dar un paso para consolarse con la idea de que, aunque no había cumplido precisamente su misión de reunir a Henry con su padre, tampoco había fracasado del todo. Nada en la vida era un triunfo completo, al cien por cien, pero muchas veces uno podía muy bien conformarse con menos, que era la mejor lección que se podía aprender. Henry ya no estaba en manos de los infames Gusset, tenía unos padres adoptivos que lo querían y que contribuirían a hacer de él un hombre bueno y generoso; ella había conocido y había acabado cogiéndole cariño a un país y a un pueblo nuevos. Por eso, quejarse, refunfuñar y cogerse berrinches después de haber encontrado estos tesoros le pareció de repente una ingratitud de lo más oscura. Los Schreiber eran felices, el niño también; ¿cómo osaba no sentir ella lo mismo solo porque su sueño ridículo y vanidoso se había hecho añicos