Paul Gallico

La señora Harris en Nueva York

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    Pero la señora Butterfield no conocía tales inhibiciones. Estrechó al pequeño, le hundió el rostro en su generoso pecho y, mientras ponía en grave peligro la respiración de Henry, lo abrazó, lo acarició, le lloró y sollozó encima
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    Una vez a solas, la señora Harris empezó a pensar en este asunto de la perfección que, por lo visto, persiguen los seres humanos, como bien se veía en la angustia que le había causado al señor Bayswater algo que había acabado destruyendo la perfección del mejor coche del mundo; le pareció que a lo mejor esa perfección solo era propia de ese Altísimo que a veces daba la impresión de ser bueno con las personas, otras menos; a veces incluso se diría que le ponían un poco celoso
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    Aquí tenemos demasiado de todo, echamos de menos no tener tanto. Nuestro tiempo ha acabado. Queremos volver a Londres. –De pronto, como si le saliera de lo más profundo y oculto del corazón, añadió con una especie de congoja que conmovió a la señora Schreiber y que afectó incluso a su marido−: Se lo ruego, no nos pidan que nos quedemos, ni nos pregunten el motivo
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    Tesoro –contestó la señora Harris−, haríamos cualquier cosa para agradecerles lo buenos que han sido con nosotras y por darle al niño un hogar y posibilidades en la vida, pero lo hemos discutido, y no podemos, es que no podemos
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    ¿Cómo hacer que sus amigos entendiesen que una emoción prolongada demasiado tiempo pierde intensidad, que querían estar en la tranquila y reconfortante fealdad de Willis Gardens, donde los cascos del caballo viejo que arrastraba la carreta del florista en primavera quebraban el silencio, y donde el paso de un taxi casi era todo un acontecimiento?
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    partir de ahí solo tuvo que dar un paso para consolarse con la idea de que, aunque no había cumplido precisamente su misión de reunir a Henry con su padre, tampoco había fracasado del todo. Nada en la vida era un triunfo completo, al cien por cien, pero muchas veces uno podía muy bien conformarse con menos, que era la mejor lección que se podía aprender. Henry ya no estaba en manos de los infames Gusset, tenía unos padres adoptivos que lo querían y que contribuirían a hacer de él un hombre bueno y generoso; ella había conocido y había acabado cogiéndole cariño a un país y a un pueblo nuevos. Por eso, quejarse, refunfuñar y cogerse berrinches después de haber encontrado estos tesoros le pareció de repente una ingratitud de lo más oscura. Los Schreiber eran felices, el niño también; ¿cómo osaba no sentir ella lo mismo solo porque su sueño ridículo y vanidoso se había hecho añicos
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    Un levísimo atisbo de sonrisa dulcificó el rostro de la señora Harris por primera vez, pero no estaba dispuesta a renunciar tan fácilmente a su abatimiento ni a su sentimiento de culpa
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    Soy boba –dijo−. Una metomentodo y una tonta que no se contenta con ocuparse de lo suyo. Lo único que he conseguido es meter a todo el mundo en un lío. Yo, que tan segurísima estaba de encontrar al padre de Henry... Madre mía, vaya estropicio he causado
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    Pero es que no lo entiende, señora Harris, ha pasado algo espléndido desde que a usted…, bueno, mientras no ha estado bien. ¡Algo realmente fabuloso! ¡Vamos a adoptar a Henry! Es nuestro. Va a quedarse con nosotros, si a usted no le importa. Ya sabe que queremos al niño y que él nos quiere. A nuestro lado tendrá un hogar feliz y se convertirá en un hombre espléndido
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    Henrietta echó un vistazo al cuerpo pequeño y delgado tendido en la cama: parecía aún más pequeño y delgado ahora que había salido de él todo el aliento de su dinámica personalidad. Intentó despertarla un par de veces y, como no lo consiguió, fue rápidamente a buscar a su marido y llamó al doctor Jonas, el médico de la familia
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