111. Goethe también se preocupa por los colores y el dolor, aunque sus informes suenan más a noticias desde el campo de batalla: «Cada color intenso ejerce cierta violencia sobre el ojo y fuerza este órgano a la oposición». De inmediato reconozco que este fenómeno es verdad debido a mis años trabajando en un restaurante de intenso color naranja. Trabajé allí en turnos de diez horas, desde las cuatro de la tarde hasta las dos de la madrugada, a veces hasta más tarde. El restaurante era increíblemente naranja. De hecho, todo el mundo en el pueblo lo llamaba «el restaurante naranja». Aun así, cada vez que volvía a casa desde el curro y me desplomaba en mi ropa impregnada de humo, con los pies en alto contra la pared, el comedor reaparecía en mis sueños en azul pálido. Durante un tiempo pensaba que esto era suerte, o una especie de deseo cumplido (naturalmente, mis sueños convertirían todo en azul, por mi amor por este color); ahora me doy cuenta de que es más probable que fuera el resultado de pasar diez horas o más mirando un naranja saturado, el opuesto al azul en el espectro. Es una historia sencilla, pero me asusta, en la medida en que me recuerda que el ojo es simplemente una grabadora, con o sin nuestra voluntad. Quizás lo mismo podría decirse del corazón. Pero, si opera aquí una violencia, queda sin decidir.