«La apertura de la vida sexual de mi hija, Mariana, significó para mí una liberación; por fin la putita se hacía mayor y se marchaba de casa. Lo hizo con un enamoradito, el tal Pedrito que vive un par de pisos más arriba. Un día los encontré en la parte trasera de su automóvil retozando como dos lombrices desnudas. Yo los vi, ellos no se enteraron así que decidí hacerme el desentendido alegrándome la existencia; pero ya han pasado algo más de tres años desde aquella vez y nada, aún no se independizan… es más, ahora lo trae casi a diario a almorzar y el muy hijo de puta ha resultado ser un traga aldabas que es capaz de comerse hasta las servilletas y a mí no me queda más que esbozar una sonrisita de beneplácito y arreglármelas con las cuentas».