Lo peor de todo era que todavía tenía esperanza. La luz que Raoden había insuflado aún aleteaba en el interior del pecho de Galladon, no importaba con cuánta fuerza intentara apagarla.
A Sarene le pareció que comprendía un poco mejor a Iadon, allí en medio del frío y la humedad, mientras veía cómo la tierra cubría lentamente su ataúd.
La situación empezaba a irritar a Sarene. «¿Por qué, en nombre del bendito Domi —se preguntaba—, se siente todo el mundo en este país tan amenazado por una mujer segura de sí misma?».
—Podemos ser fuertes ante los reyes y los sacerdotes, mi señora, pero vivir es tener preocupaciones e inseguridades. Si te las guardas te destruirán, seguro, te harán una persona tan encallecida que las emociones no echarán raíces en tu corazón.