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Stendhal

La Cartuja de Parma

El 15 de mayo de 1796 las tropas napoleónicas entran en Milán, liberándolo del dominio austríaco. El marqués del Dongo no tarda en conspirar contra el invasor, pero su mujer entabla secretamente buenas relaciones con un joven teniente francés. Al cabo de unos meses nace un niño, al que llaman Fabrice. Criado con un intenso fervor por la causa napoleónica, a los diecisiete años huye con papeles falsos, pasa mil penurias para llegar a Francia y asiste en Waterloo a la última batalla –y derrota definitiva− de su héroe. A su regreso, confuso, con constantes presagios de que acabará en la cárcel, deja su futuro en manos de dos imponentes protectores: su tía, la duquesa Sanseverina, y el amante de esta, el conde Mosca, personajes importantísimos en la corte del mediocre príncipe de Parma. Rodeado de las mayores intrigas, Fabrice se sorprende, sin embargo, de no haber conocido aún el amor. No sabe que el destino le tiene reservado conocerlo… en la cárcel.
La Cartuja de Parma (1839), que presentamos aquí en una nueva traducción de María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego, recrea la Italia stendhaliana con todo su romanticismo, su pasión no medida ni por la prudencia ni por la vanidad, sus secretos y venganzas, y su obstinación contra «todo lo viejo, lo beato, lo taciturno». Siempre con su incomparable talento para dar a la virtud y al vicio la definición más inesperada, Stendhal compuso, en palabras de Balzac, «el drama más completo, el más sobrecogedor, el más extraño, el más verdadero, el más profundamente enraizado en el corazón humano que jamás se haya inventado».
670 afgedrukte pagina’s
Oorspronkelijke uitgave
2019
Jaar van uitgave
2019
Uitgeverij
Alba Editorial
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Citaten

  • Luis Torresciteerde uit3 jaar geleden
    «Solo con conseguir verla, ya soy feliz… No –se dijo–, también tiene ella que ver que la veo.»
  • Luis Torresciteerde uit3 jaar geleden
    han acabado esos tiempos –le dijo–; soy una mujer de treinta y siete años, estoy en los umbrales de la vejez; ya noto todos sus desalientos y quizá estoy a las puertas del sepulcro. Es ese un momento terrible, por lo que dicen, y sin embargo me parece que lo ansío. Noto el peor síntoma de la vejez: esta espantosa desdicha me ha asfixiado el corazón, ya no soy capaz de amar. No veo ya en usted, querido conde, sino la sombra de alguien a quien quise. Diré más: es únicamente el agradecimiento el que me mueve a hablarle como lo hago.

    –¿Qué va a ser de mí? –le repetía el conde–. ¡De mí que siento que le sigo apegado con más pasión que en los primeros días, cuando la veía en La Scala!

    –¿Puedo confesarle algo, mi querido amigo? Hablar de amor me aburre y me parece indecente. Vamos –dijo la duquesa intentando sonreír, aunque en vano–, ¡valor! Sea un hombre inteligente, un hombre sensato, un hombre con recursos ante los acontecimientos. Sea conmigo lo que es de verdad a los ojos de los indiferentes, el hombre más hábil y el político de más envergadura que haya nacido en Italia desde hace siglos.

    El conde se puso de pie y anduvo paseando en silencio por unos momentos.

    –Imposible, querida amiga –le dijo por fin–; ¡soy presa de los desgarros de la pasión más violenta y usted me pide que interrogue a mi razón! ¡La razón no existe ya para mí!

    –No hablemos de pasión, se lo ruego –dijo ella, muy seca.
  • Luis Torresciteerde uit3 jaar geleden
    Pues bien, ¡el crimen de Fabrice es ajeno a la política, es un asesinato de poca monta como se cometen cien al año en sus felices Estados! Y el conde me juró que se habían recabado las informaciones más precisas y que Fabrice es inocente. El tal Giletti no dejaba de ser valiente: al verse a dos pasos de la frontera, le entró de repente la tentación de deshacerse de un rival que no desagradaba.»

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