—Christian Dior —dijo ella, leyendo mis evidentes pensamientos—. Nunca llevo otra cosa. Fuego, por favor.
—Pues hoy lleva usted bastantes cosas más —repuse, accionando el encendedor.
—No me gusta que se me insinúen a esta hora de la mañana.
—¿A qué hora le iría bien, señorita Vermilyea?
Sonrió con cierto desdén, rebuscó en el bolso y me tiró un sobre de papel Manila.
—Creo que aquí encontrará todo lo que necesita.