bien la realidad es que hubo una única tentativa de muerte, el recuerdo de mi hermano contiene dos. Y su reconstrucción errónea solo sirve para justificar la paliza. Al asumir una parte de la sanción, mi hermano deviene simbólicamente en el cómplice de nuestro padre. Más aún, lo transforma en salvador de doncellas. De algún modo, el fantasma que circunda el recuerdo protege la imagen del padre. En tal escenario, mi hermano ya no es considerado un mero objeto de descarga nerviosa de un hombre sádico. Es un sujeto corregido por sus faltas. Quizá haya llegado a convencerse de que ser molido a palos era un escarmiento que necesitaba recibir. Que eso lo protegió de él mismo y de sus demonios. Lo único que sé con certeza es que cargar a sus espaldas un sentimiento de culpa que no le incumbe obstaculiza el camino que conduce a la denuncia. Denunciar al padre implicaría por el hecho mismo develar la propia violencia. En esa inversión que mi hermano porta en sí mismo, según la cual los golpes son un “castigo”, es él, el niño terrible, el que violenta a sus xadres y los pone “locos de rabia”. Es él, el niño monstruo, el que alza los puños, se altera demasiado y destruye el equilibrio familiar. En ese mundo al revés, su enojo no pasa por lo que es: una reacción legítima ante la violencia soportada, sino que se convierte en el disparador de la rabia paterna, su punto de origen, una forma particularmente perversa de salvajismo.