Mi impresión de los escritores, editores, libros y de todo ese mundo fabuloso y remoto seguía siendo casi tan irreal y romántica como la que había tenido en mi niñez. Y, sin embargo, mi libro, los personajes que lo poblaban, el color y el clima del universo que había creado se habían apoderado de mí, y yo escribía y escribía con esa llama ardiente con la que escriben todos los jóvenes que, pese a no tener nada publicado, están seguros de que todo debe salir y saldrá bien. Esto es algo bien curioso y difícil de contar, pero sí resulta fácil entender para la mente de un escritor. Yo aspiraba a la fama, como debe de sucederle a cualquier joven que quiera escribir, pero la fama era lo más incierto, un brillo, un fulgor lejano.