Siempre había creído que las mujeres son capaces de refrenar toda esa franqueza y pensarse mejor las cosas, antes que dar a conocer sus faltas a una persona a la que van a hacer sufrir intensamente con su confesión. Nunca me ha interesado la cuestión de la relación entre la sociedad y la vida interior de un individuo cualquiera. No es la sociedad, sino la persona concreta, lo que valoro, y, si es posible no causar un sufrimiento, no veo por qué hay que causarlo. Si la mujer es una persona igual que el hombre, si es un miembro de la sociedad con idénticos derechos, si posee los mismos sentimientos, la misma sensibilidad que el varón, tal y como da a entender Jesucristo, tal y como han dicho los mejores hombres de nuestro tiempo, tal y como dice actualmente Lev Tolstói –cosa que considero una verdad irrefutable–, ¿por qué, entonces, si el hombre que quebranta el precepto de fidelidad a la mujer guarda después silencio y, siendo consciente de su falta, tiene a veces la oportunidad de reparar los efectos indignos de sus pasiones, no va a poder hacer lo mismo la mujer? Estoy convencido de que ella también tiene derecho a hacerlo. No cabe ninguna duda de que el número de hombres que engañan a las mujeres supera al de mujeres que engañan a los hombres, y las mujeres lo saben; ninguna mujer sensata –o casi ninguna–, tras una separación más o menos larga del marido, confiaría en la fidelidad de éste durante todo ese tiempo. Sin embargo, tras su vuelta, ella le perdona de todo corazón, y su perdón la lleva a no querer saber nada al respecto;