Algunos de nosotros nos convertimos, durante una época, en ávidos cinéfilos, pero por razones quizá algo diferentes a las de nuestros contemporáneos del bloque occidental. Para nosotros, las películas suponían la única posibilidad de contemplar Occidente. Despreocupándonos bastante del argumento, en cada escena intentábamos distinguir lo que se veía en una calle o en un apartamento, en el salpicadero del coche del protagonista, así como el tipo de indumentaria de las protagonistas, el sentido del espacio, la distribución del lugar. Algunos llegamos a ser lo bastante expertos para poder precisar el lugar en que se había rodado la película, hasta el punto de que algunas veces nos bastaban tres conjuntos arquitectónicos para distinguir Génova de Nápoles, o al menos París de Roma.