Es así: hay muchas personas –usted, una de ellas– que creen que no hay nada más terrible que morirse. Dicen bueno, qué puede ser peor, nada más espantoso que la nada. Y muchos, de hecho –los más afortunados–, se mueren sin saber cuánto se equivocaron. Pero usted, lamento decírselo, de verdad lo lamento, va a ser uno de los que llegan a saberlo. O, quizá, si lo ayuda la suerte, sólo lo vislumbre.
Aunque va a tener, se lo digo desde ya, un tiempo largo para darse cuenta. Al principio van a ser tonterías, nimiedades: tarde va a aprender que todo empieza mucho antes de que parezca que ha empezado. Un día, por ejemplo, poco antes de cumplir sesenta y cinco, usted se va a olvidar del nombre de su perro. Y se va a sorprender: usted habrá tenido ese perro –este mismo cachorro que nos mira con babasya tanto tiempo, usted lo habrá paseado tantas noches, le habrá comprado tanto bofe, lo habrá llevado incluso alguna vez de urgencia diarreico a la veterinaria, que no puede entender cómo, de pronto, se va a olvidar de que se llama Trueno. Pero usted, esa tarde –un sábado a la tarde, tras dos tiras de asado, vino y una siesta, justo antes de juntarse en el café con cuatro compañeros de la sección Envíos para ver el partido de Boca por la tele– querrá llamarlo para sacarlo un rato y la palabra se le va a quedar atragantada.