En medio de mis estrategias argumentativas, surgía una frase que me parecía de una verdad meridiana, «aceptas la sujeción de esa mujer como nunca habrías aceptado la mía». Esa verdad me parecía más irrefutable aún por el hecho de que estaba lastrada por el deseo de herir, de obligarlo a rebelarse contra una dependencia que yo le evidenciaba. Me satisfacían mis palabras cuidadosamente elegidas, mi formulación concisa, y me habría gustado proferir de manera fulgurante la frase «asesina», transportar mi réplica estudiada, perfecta, del teatro del imaginario al de la vida