Viaje al este

Y lo que oyes en mi voz es el desprecio que siento por tus esfuerzos para que te acepten en un mundo que no te aceptará nunca.

Bueno... Vivir... Vivir las cosas... ¿Las vivimos? ¿Estamos ahí? Sí, estamos ahí. Preferiríamos no estar. Pero estamos. En realidad, no es vivir. No son cosas que se viven. No realmente. Asistimos a ellas. Miramos.

–El tono de Chabrol. El tono de la burguesía que lo encaja todo. Bueno. Gracias. Control de clase.

Sentí un chorro de fuego que subía por mi garganta. Me dije: «Ah. Esto es el odio.»

Hablar. Romper el silencio. Para eso, había que ver las cosas. Saberlas. Hacer que existieran en la mente. Representárselas. Apoyar las imágenes. Vivir con ellas. Encontrar las palabras que les correspondían. Expresarlas.

No tenía la mente en blanco. Vigilaba. Tenía una función. La vigilancia. Una vigilancia de todos los instantes. Cercana. Enfocada en el movimiento.

Quería comunicarlo. No veía cómo. No encontraba las palabras adecuadas. No venían. La frase no se formaba. La intención estaba ahí. Se hacía trizas contra un vacío. Cerré el paréntesis, esperando que se volviese a abrir.

Cerré el paréntesis, esperando que se volviese a abrir.

Colgué el teléfono. No pensé nada. No sentía nada. No pensaba. Hay que ver el esfuerzo que puede hacer una persona para no pensar y no sentir nada.

–¿Sabes lo que pasa cuando oigo tu voz por teléfono, así, como ahora?
–No.
–Se me pone duro el sexo.