Empezaba a dar la impresión de que uno tendría que albergar para siempre en la cabeza dos ideas que parecían contrapuestas. La primera era la aceptación, la aceptación sin el más mínimo rencor, de la vida tal como es y de los hombres tal como son: a la luz de esta idea, no hace falta decir que la injusticia es un lugar común. Pero eso no quería decir que uno tuviera que ser complaciente, porque la segunda idea tenía su mismo poder: que uno no debe nunca, mientras viva, aceptar que esas injusticias son un lugar común, sino que debe combatirlas con todas sus fuerzas.