Isabel Vericat

He aquí a una de las asombrosas mujeres que han salido de Jute. La llamaremos Elfriede y diremos que es hija de un velador de Schiffbek. El padre era conocido en la población por ser un menchevique ortodoxo, propietario de una espléndida carabina con la cual mantenía en orden y tranquilidad las zonas abandonadas y los edificios a su cargo, a los que los obreros llaman Hundebuden. Y así era.

Elfriede no sólo era una perfecta comunista, una excelente compañera de trabajo y una muchacha heroica que luchó en las barricadas poniendo en pie a toda la población femenina de Schiffbek para organizar cocinas de campaña, llevando ella misma, en pleno tiroteo, café caliente y cartuchos nuevos amarrados alrededor de su delgada cintura a los tiradores en las trincheras.

No sólo fue una mujer valiente y activa, dedicada indisolublemente al partido, sino también fue uno de los primeros ejemplos quizá de un nuevo tipo de valentía, tan desafortunadamente falsificado en las páginas de la novela neoproletaria y en las homilías de los revolucionarios de salón.

Elfriede se negó a convertirse en la esposa de nadie. Su nombre evocaba el tímido respeto y el odio furioso de las esposas legales a cuyos maridos ella se llevaba por un día, un año o una vida, y de los padres y amantes.

Elfriede resistió en este satánico corredor, gritando sobre Rosa Luxemburgo hasta que la oyeron. Cuando una muchacha se arma con el nombre de Rosa es tan poderosa y temible como un hombre armado; es una guerrera y nadie se atreverá a tocarla.

Un levantamiento armado presupone la presencia de gente en posesión de armas. El levantamiento de Hamburgo fue un levantamiento de obreros desarmados que se enfrentaron sobre todo a la necesidad de armarse a expensas del enemigo.

Desde la mesa puede verse Essen y todo el reino de Krupp. La historia del imperialismo alemán escrita en líneas de bloques de fábricas con las chimeneas como signos de puntuación. Todo el horizonte está garabateado con estos signos como notas al margen de un libro mayor de contabilidad. Como un empleado de la bolsa, el viento los borra del tablero del cielo a cada minuto y los lava con una lluviosa esponja para volver a escribir nuevos signos y cifras. El humo trepa en largas líneas erráticas como si representara el nivel de los dividendos anuales del señor Krupp. El cielo juega a la bolsa de valores, el cielo compra y vende.

Nadie se enriqueció tanto con la guerra como Krupp. Nadie recibió un golpe tan duro con la Paz de Versalles como él. Las máquinas que habían producido las armas se destruyeron. En los talleres de municiones, las herramientas fueron destruidas o eliminadas. Barrios enteros se hundieron en el silencio y docenas de chimeneas dejaron de humear.

Krupp ha sido atrapado fuera de equilibrio. Tiene que dar un nuevo paso adelante y llevar a cabo una revolución tecnológica si va a vencer a los competidores extranjeros sin armas ni bayonetas.

El Tratado de Versalles estalló y detuvo la mitad de las fábricas de Krupp. Pero dejó en manos de la burguesía alemana su gran e inextinguible fuente de riqueza: la musculosa espina dorsal de los mineros y metalúrgicos del Ruhr. Krupp, apoyándose en esta columna vertebral, hace intentos convulsivos por salir de la crisis.