Geoffrey Cardozo recibió la orden de armar un cementerio. Encontró un lugar en el istmo de Darwin. Ejerciendo un oficio fúnebre para el que no tenía entrenamiento, recogió cadáveres insepultos, exhumó los sepultados, revisó uniformes buscando documentos, carnets, placas identificatorias: los rastros de la identidad esquiva. Logró reunir doscientos treinta cuerpos pero ciento veintidós de ellos –restos mudos, sin placas ni documentación– quedaron sin identificar. Los trasladó, a todos, al cementerio. Los envolvió en tres bolsas y, en la última, escribió con tinta indeleble el nombre del sitio donde habían sido encontrados. En las cruces de quienes no tenían nombre hizo grabar una leyenda: «Soldado argentino solo conocido por Dios.» Elaboró un informe minucioso y lo remitió a su gobierno que, a su vez, lo remitió a la Cruz Roja que, a su vez, lo remitió al gobierno argentino. El cementerio se inauguró el 19 de febrero de 1983. Luego, Cardozo volvió a Inglaterra. No regresó a las islas pero jamás dejó de pensar en ellas.