Empezamos a jugar al fútbol más o menos al final del verano de 1932, año X de la era fascista, mientras Italia se deleitaba en eso que más tarde llamaron «los años del consenso». En parte por aburrimiento, en parte por contentar a Zanetti y en parte por hacer algo diferente de lo habitual.
Pero no era nada fácil con esas faldas tan largas que nos obligaban a llevar. Y, encima, no teníamos los zapatos adecuados, no podíamos ir en manga corta y no podíamos alzar mucho la voz para no llamar la atención de los pequeños grupos que pasaban el domingo en los jardines como nosotras. Ni siquiera podíamos correr, al menos no mucho. Debíamos hacer todo con moderación porque, obviamente, éramos mujeres. Y el régimen había dicho en varias ocasiones que así debía ser el fútbol femenino: mode-rado.